Cuando las personas piensan en salud, generalmente tienden a considerar los aspectos físicos. Sin embargo, de acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (OMS), la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de enfermedades. Así las cosas, cuando pensemos en salud debemos incluir no solo el aspecto mental, sino también el social. Oblitas (2007) expande aún más este concepto e incluye las variables económicas, culturales y espirituales.
Está ampliamente documentado que la salud física está profundamente influenciada por la conducta, pensamientos y relaciones sociales. Nuestra conducta (hábitos saludables, buscar cuidados médicos, adherencia a los tratamientos, etc.) tiene un efecto inmenso en la salud. Por ejemplo, un hábito como el de fumar es el responsable de entre un 12 y un 15 % de las muertes de los países avanzados, un 30 % de todos los cánceres, junto con una importante morbilidad, Oblitas (2005). Una persona físicamente enferma pero mentalmente estable podría ser funcional; si el padecimiento no es grave puede ir al trabajo o hacer tareas sencillas del hogar, pero no pasa lo mismo si es a la inversa: puede ser que una persona deprimida, por ejemplo, no encuentre la energía para salir de la cama aun cuando su cuerpo esté perfectamente saludable.
Entonces, hablemos del estrés
El estrés es una respuesta de adaptación (DuBrin, 2008), una reacción física ante las presiones del ambiente, causada por cualquier estímulo físico o psicológico (Dalton, 2007). El organismo reacciona del mismo modo ante ambos tipos de estímulo: en realidad, la mente lo prepara para alguna actividad en respuesta a los estímulos externos.
Según estos autores, el estrés es un efecto ineludible de la vida sin el cual no podríamos vivir. Se vuelve mal adaptativo, y puede causar trastornos físicos o mentales, cuando se vuelve demasiado intenso o cuando las defensas del cuerpo son insuficientes para lidiar con él. El problema es que debido al ritmo de vida tan acelerado y a las presiones que parecen permanentes, estamos bajo un estrés constante, con apenas tiempo para recargar baterías (Dalton, 2007), para relajarnos. Las diferentes maneras en que cada uno percibe un suceso son fundamentales para definir cuáles acontecimientos son estresantes.
Ahora bien, pensamos en estrés y llegan a nuestra mente imágenes de eventos grandes, significativos, que lógicamente podrían causar ansiedad. Sin embargo, debido a que el estrés es acumulativo, muchos eventos pequeños también podrían “apretar” el botón de alarma. Por ejemplo, te levantaste tarde y cuando saliste el carro no prendió porque se dañó la batería. Eso te causa un estrés momentáneo, pero lo resuelves. Media hora más tarde, caes en un hoyo y se te pincha una goma. Otra vez, solucionas el percance y poco más adelante, coges tremendo tapón que causa que llegues dos horas tarde al trabajo. Para ese momento probablemente ya estás lo suficientemente estresado como para sonreírle a alguien.
Y aquí es adonde quiero llegar. No puedes controlar lo que te pasa, pero sí cómo reaccionas a lo que te ocurre. Es tu decisión si sigues amargado todo el día porque la mañana fue intensa o reconoces que la mañana estuvo intensa, te relajas y fluyes con el día. Usualmente lo que pasa es que seguimos “enganchados” en la tragedia mañanera y repetimos mil veces que no debimos haber salido de la cama. Entonces se cumple la profecía; el día empezó mal y con nuestro comportamiento logramos que se pusiera peor con lo cual confirmamos nuestra creencia de que no debimos haber salido de la cama. ¿Te parece familiar?
Por eso, mi recomendación es que cuando el día empiece vira’o, recuerdes que porque empezó vira’o no tiene que seguir así; tú puedes detenerlo. Detente un momento, reflexiona, respira, inhala paz y exhala ansiedad y haz que tu profecía autocumplida sea que el día empezó mal, pero que va a mejorar.
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