6 lecciones que aprendí tras el paso de María

Mi vida post Maria, hasta escribirlo me da parálisis mental, física, emocional. Y es que no existe un solo puertorriqueño al cual este huracán categoría 5 (creo que finalmente fue 4, aunque sus estragos me atrevería a decir son categoría 10) no le haya cambiado la vida.

¿Buscarle el lado jocoso?, difícil, aun para mí que saco un chiste de todo. Un país en el cual a prácticamente tres meses del paso del fenómeno atmosférico todavía hay personas careciendo de necesidades tan básicas como la alimentación, un techo, agua y luz, resulta casi un insulto buscarle el lado amable. Eso, sin hablar de las miles y miles de personas desempleadas y los cientos de negocios que inevitablemente cerrarán sus puertas porque simplemente no pudieron manejar los elevados costos de mantener una operación sin energía eléctrica (todos los que afortunadamente tenemos generador eléctrico sabemos que los costos en gasolina, diésel o gas son brutales).

Sin embargo, no me gusta enfocarme en lo negativo (aunque confieso que últimamente me levanto medio rabiosa o más bien con uno de mis hashtags preferidos #jaltadeodio), por lo que trataré de encontrar ese lado jocoso dentro de la desgracia.

Esos primeros días post huracán sí que fueron retantes. Los que afortunadamente no tuvimos pérdidas materiales, ni personales que lamentar a raíz del huracán, nuestros días pasaban entre las largas filas para comprar gasolina, comida, agua, hielo, etc. La frase un día a la vez tomó especial significado. No existían planes, ni rutinas diarias, ni escuelas, ni trabajo, una pausa total al diario vivir de los puertorriqueños. Todas las mañanas un nuevo afán.

A continuación, les enumero algunas de las lecciones que me dejó María. Todas las daba por sentado, pero ahora son motivo de celebración:

  1. Una fila de media hora no es una fila. Porrrrrr favor, si la primera vez que hice una fila de media hora sentí que tenía el mundo a mis pies. Claro, llegué a hacer una de seis horas para gasolina, que no obtuve porque jamás llegó el camión a despacharla. De hecho, una vez conseguí ese preciado líquido lo rendí hasta la última gota e incluso emule el milagro del pan y los peces porque de aquella gasolina muchos autos resultaron beneficiados.
  2. Que no hay nada mejor que esa sensación del agua saliendo por  el grifo.  Una semana a cubito cualquiera lo aguanta pero cuando pasan más de dos, ya el asunto de bañarte a cubitos y cargar con ellos por toda la casa para bajar inodoros, fregar, limpiar, entre otros menesteres hogareños, ya no  resulta tan agradable y es entonces cuando la  frase de “Puerto Rico se levanta” se te atraganta desde el esófago, pasa por el pecho y te llega hasta  las tripas.
  3. Que es mágico el sonido de la lavadora. Gracias a la adquisición de una nueva planta (la primera ya está dando los últimos aletazos de vida), llevo varias semanas lavando ropa en este maravilloso aparato que creí que jamás volvería a utilizar. ¿En qué mundo, en qué vida me imaginé yo lavando ropa a mano en pleno siglo 21? No, no me refiero a un panticito, un brassier o una blusa fina, noooooo, camisas, toallas, mahones y ropa de cama que diariamente parecían duplicarse como Gremlins o crecer como Chiapets. Mis hijos jamás se enteraron de que nos había azotado un huracán, por lo que decidieron que en los  días posteriores a María ensuciarían ropa como nunca antes. Francamente no recuerdo en qué momento el cura me preguntó si estaba dispuesta a lavar a mano. Recuerdo lo de la salud y la enfermedad, las alegrías y la tristeza, la prosperidad, la fidelidad, pero esa parte no me parece haberla escuchado. Aunque fueron pocas las veces que lo hice (después de la tercera vez dije, no más, consíganme un laundry y pago lo que sea, ya basta de maltrato para estas manitas), suficiente como para no querer repetirlo y reafirmar que nuestras abuelas eran seres de otro planeta. Eso sí, todos tenemos un límite y jamás sucumbí ante la tabla de lavar, eso sería rendirme y aceptar que María pudo más que yo.
  4. Que soy fuente de vida para ciertos seres vivientes. Con esto de no tener luz y tener que dormir con ventanas y puertas abiertas y escasas ropas, hacen su aparición los mosquitos y aparentemente no hay sangre más rica que la mía. Estas criaturas que también se reproducen como Gremlins literalmente me han chupado la sangre. Me atrevería a jurar que hasta se han llevado algunas libras. De esa misma forma, afirmo que nada más liberador, entretenido que exterminarlas con la raqueta de batería, ese sonido, ese chispetazo que hacen cuando quedan achicharradas en la raqueta me hace sentir que todas las peripecias del día valieron la pena. He llegado a contar hasta 30, eso sí es un triunfo.
  5. Que lograr una comunicación sin perder la señal es otro motivo de gran alegría. Estoy acostumbrada a resolver el 70 por ciento de mis problemas a través del celular y generalmente mientras guio (sé que no es buena idea pero así lo hago y también me maquillo y como en el carro). Ese asunto de tener que salir de la casa y pararme en cualquier paseo a tratar de comunicarme con un ser humano, verificar internet, recibir y enviar textos  también puso a prueba mi paciencia.
  6. Que el ser humano se adapta a todo. Desde que comencé a trabajar aproximadamente a los 17 años jamás había tenido unas vacaciones de más de tres semanas, con excepción de la licencia de maternidad, que todas las que somos madres sabemos que no son vacaciones. No obstante, esta realidad nos dejó a gran parte del país  desempleado o al menos desempleados por un tiempo y ese fue mi caso. Los primeros días traté de verle el lado amable, ya que tuve la oportunidad de compartir como nunca con mis hijos a quienes apenas veo y siempre me castigo con el látigo de la “mala madre” a quien sus bebos casi no ven. No obsante, a  las dos semanas ya estaba a punto de separarme una estadía sin fecha de regreso al Hospital Capestrano. Si difícil es la vida con dos chiquitos entre uno y dos años y medio, mucho peor si dentro de esa realidad no hay luz, agua, ni internet. Eso es literalmente “the icing on the cake”.  Puedo asegurar que en los pasados meses en este hogar se ha visto Moana y Frozen al menos 300 veces y no exagero. Gracias a ese aparato ruidoso que no tengo la menor idea de cómo se utiliza he mantenido la cordura por los pasados meses.

Como ven de toda experiencia negativa se aprende y se sacan cosas positivas. Ya comenzó el mes de diciembre y aunque aún no tengo luz (prefiero no hacer el conteo de los días para conservar la poca sanidad mental que me queda), me niego a hacerme eco del desasosiego colectivo.

En días recientes puse mi árbol y próximamente sacaré el brillo del closet porque ningún huracán me quitara el deseo de sacar las lentejuelas, el velvet y los canutillos a pasear. Por el momento no me queda otra sino confiar en que luego de María seremos un mejor país, que de la adversidad saldrán nuevas oportunidades, ideas de negocio y la muy mencionada reinvención. Me lo debo a mí, a mis hijos y a mi familia. Seguimos en el aguante.

Foto: IStock

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