No recuerdo la fecha exacta del día que me dijeron que tenía cáncer. Recuerdo lo que reportaban las noticias y que era una mañana soleada cuando entré a la oficina aunque, cuando salí, el cielo parecía tan nublado que juraría que me cayó encima.
Era la época del H1N1. En la prensa no se hablaba de otra cosa y, como en esos días me había sentido mal, fui al doctor para descartar estar enferma con el entonces temido virus.
Mi médico primario era mi ginecólogo de toda la vida, el que recibió a mis tres hijos, el que me vio convertirme de una jovencita de 20 años en una joven de poco más de 40.
Dos semanas antes, yo había estado en esa misma oficina porque era la fecha de hacerme la prueba de rutina del PAP, así que cuando llegué temerosa del H1N1, pregunté si habían llegado los resultados para, ya que estaba allí, aprovechar para hablar sobre los hallazgos, si alguno, con el doctor. Encontraron el papel en el paquete, todavía sin abrir, de los resultados que llegaron el día anterior.
Ese día llamé al trabajo para notificar que llegaría tarde. Calculé que si el doctor me atendía rápido, como solía ocurrir, me daría tiempo para hacer lo que escribí en mi “to do list”: ir al banco, comprar detergentes en la tienda de especiales, dejar una receta en la farmacia y comprar unas frutas en el supermercado.
Para ahorrar tiempo y llegar a la oficina antes del mediodía, tracé la ruta de lo que tenía que hacer. Lo tenía todo set. El problema ese día era que mi doctor ¡se estaba tardando mucho! y mi ventana de tiempo se cerraba cada vez más.
Cuando llegó mi turno y entré a la oficina, me encontré a un doctor, que era como de mi familia, con la mirada sombría. Me acuerdo que empezó a hablarme de la prueba del PAP, algo de los resultados… estaba más hablador de lo usual, explicando cosas que yo sabía, otras que no, pero tampoco las entendía. ¡Estaba dándole vueltas al asunto!
Cuando terminó de hablar con aquel tono de voz bajo y dulce, con el océano de los ojos a punto de desbordarse, le pregunté lo que creí entender de todo lo que mencionó: “Doctor, ¿usted me está diciendo que tengo cáncer?”.
No necesité palabras; los dos lagrimones fueron elocuentes. De ahí en adelante, lo único que oía era el susurro de su voz; no escuchaba nada. Yo también lloraba.
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Si me preguntas qué pensaba mientras él hablaba, no podría mencionar nada en particular; más bien recuerdo como si estuviera en el centro de un tornado –donde todo da vueltas– pero yo también estaba girando y a veces dentro del tornado alcanzaba a ver una imagen –un pensamiento– pero todo pasaba tan de prisa que no podía retener nada.
Ese día y esa noche lloré mucho. Lo que hizo mi ahora esposo, que para la fecha no lo era, me pareció tan acertado que te lo comparto, por si ayuda.
Me buscó tan pronto supo la noticia. Dimos vueltas y vueltas y vueltas por lugares que yo jamás había visto. Si yo ponía el tema, él me preguntaba y comentaba; si yo hablaba de otra cosa, él hablaba de otra cosa. De repente yo empezaba a llorar de nuevo y él me tranquilizaba. En ningún momento dijo “yo te entiendo”, ¡porque es cierto!, para entenderlo debes estar en la situación. En cambio, me dio confianza con expresiones como “yo sé que todo estará bien”. Eso me dio mucha tranquilidad. No me presionó para hablar del tema ni hizo expresiones que sonaran falsas.
Al otro día, me levanté nueva. En mi trabajo las finanzas iban de mal en peor y menos de un mes antes nos habían quitado el plan médico. Como no siempre nos pagaban a tiempo – de hecho, cuando el banco se quedó con el negocio- la empresa quedó debiéndonos dinero, por lo que no me atreví a comprometerme a pagar un plan médico privado. Entonces, tenía un diagnóstico de cáncer y el único seguro que tenía era… ese mismo.
Ese día pensé en personas poderosas que yo había entrevistado a lo largo de mi carrera y que podrían ayudarme. Mi doctor me dijo cómo tramitar la tarjeta de la Reforma de Salud. Cuando le pregunté a mi hermano mayor –cirujano– “¿cómo les digo a los nenes?”, me respondió “no les digas que tienes cáncer, diles que tienes un tumor maligno”. Es lo mismo, pero no es tan impactante. Estaba poniendo mis fichas en orden.
La biopsia para confirmar los resultados del PAP arrojó un resultado positivo, así que lo que procedía era operarme, remover todo el sistema reproductor y esperar la patología para saber si necesitaba quimio o radioterapia.
Recibí ayuda de mucha gente; familiares, amigos y hasta desconocidos. Estaba bien tensa y todo se me olvidaba. Mi cuñada me acompañó a todas las citas; yo sabía lo que tenía que preguntar, pero tan pronto parpadeaba lo olvidaba, así que ella no solo era mi apoyo, también era mi memoria externa.
Lo único que les pedí a todos fue que no lloraran delante de mí. Eso puede parecer egoísta, pero tenía una razón de ser. Si lloraban delante de mí, yo me sentiría triste por causarles esa pena y lloraría también, pero no lloraría por mí, sino por ellos. Ellos por su parte, pensarían que yo estaba llorando por mí y llorarían más… yo me entiendo.
La operación fue la misma semana del Día de Acción de Gracias.
El camino a ese día me fue transformando. Entre citas, laboratorios y estudios, poco a poco y sin darme cuenta, me fui llenando de paz. Descubrí una fe y una fortaleza que no sabía que tenía. Sentía una convicción profunda y certera de que lo que lo que pasara era lo que tenía que pasar según la voluntad divina.
Cuando rezamos, proclamamos “hágase Señor tu voluntad…”, pero cuando el Señor hace su voluntad nos quebrantamos, desconfiamos, nos enojamos, cuestionamos. Yo no hice eso. Asumí esa voluntad con una entereza desconocida para mí. Pensaba “si Dios sabe lo que hace, lo que sea que pase estará bien. Si voy a vivir porque Dios así lo quiere, eso es lo que está bien y si tengo que morir porque esa es la voluntad de Dios, eso también está bien”. No me rendí, no entregué, solamente acepté “hágase Señor tu voluntad”. Y esto no lo escribe la persona más cristiana del mundo. Me considero una persona espiritual, no religiosa.
La patología llegó ¡negativa! Aunque la biopsia para confirmar los resultados del PAP dio positivo a cáncer, la enfermedad estaba apenas empezando y las células cancerosas fueron removidas en ese tejido que se fue en la biopsia.
Gracias a que un día decidí llegar tarde a mi trabajo porque era la fecha de hacerme la prueba del PAP, mi cáncer fue detectado a tiempo. No recibí quimio ni radioterapia. Estoy viva y agradecida. He visto a mis hijos desarrollarse, emprender nuevos rumbos. Tengo un nieto que me ha enseñado una inimaginable forma de amar. Terminé mi maestría. Tengo un esposo y una nueva familia que él me regaló. Mi doctor amado, descansa en paz y me cuida desde arriba.
Alguna vez le comenté a mi esposo que a veces quisiera que todo el mundo tuviera cáncer. No se sorprendió. Un conocido de él, que también tuvo cáncer mucho antes que yo, una vez le dijo lo mismo. A veces nos preocupamos mucho por cosas que nos parecen importantes (¡por eso nos preocupan!), pero cuando te encuentras en una situación de vida o muerte, descubres, recuerdas, abres los ojos a otro mundo y caes en cuenta de lo que verdaderamente importa.
Cuando salí de la oficina aquel día, nada, ¡nada! de lo que había anotado en mi “to do list” me importaba. Solo quería vivir. Abrazar a mis hijos. Conocer a sus hijos. Amar a mis padres, a mis hermanos, a mi familia, acercarme a ellos.
No es cierto, no quiero que le dé cáncer a todo el mundo, pero sí me gustaría que todo el mundo abriera los ojos y se abrazara a la vida como si fuera el último día; con fuerza, con ímpetu ¡con ganas de vivir! Enfocados todos, no en el valor de lo material, sino en el valor de lo no-material.
Sí, las metas y la ambición son necesarias, son la gasolina que nos mueve a lograr más, pero deben ir a la par con nuestro crecimiento emocional y espiritual. Son los ratos que compartimos con nuestra familia y amigos los que nos llenan y aparecen como protagonistas únicos cuando nos vemos de frente con la muerte.
Lo contrario es como beber agua y nunca dejar de sentir sed. Eso es peor que un cáncer.