El ejercicio: mi nuevo amor

Siempre le he tenido miedo a la obesidad. No sé por qué, porque vengo de una familia de flacos y altos. Con esa maravillosa herencia genética nunca tuve necesidad de ejercitarme porque, no importaba lo que comiera, no iba a subir ni una libra. Pero esa bendición no dura para siempre.

A los 30 aumenté algunas libras y lo tomé como el primer aviso de que mi metabolismo se estaba poniendo más lento, así hice algunos ajustes en mi estilo de alimentación y con eso fue suficiente. Entrando en los 40, me diagnosticaron cáncer (¡Y estoy viva! Yes!). Cuando me dijeron que había que retirarme todo el sistema reproductor, lo que deseaba era vivir, así que dije “llévate todo lo que quieras”. Lo que pasa es que eso tiene unas consecuencias: incrementa el riesgo de osteoporosis y el cardiovascular y… puede haber aumento de peso.

Yo había tenido un acercamiento con el ejercicio una vez que estuve desempleada por dos años (para unos trabajos tenía mucha experiencia y para otros nada). Ansiosa y depresiva, pasaba las noches mirando para el techo. Entonces, para poder dormir se me ocurrió ir a caminar a la pista (de 400 metros, cada vuelta es igual a un cuarto de milla). Aunque me funcionó muy bien física y emocionalmente, tan pronto conseguí trabajo me olvidé del ejercicio.

No sé si eres de mi generación, esa generación que odia el ejercicio, que no le encuentra utilidad, que dice “eso no es para mí”, pero no sabe por qué “no es para mí”. Yo prefería quedarme en casa comiéndome un cable (lo que se hacía cuando no había juegos electrónicos), antes que ir al “field day” y que me vieran corriendo en un relevo. ¡Yo que no corría ni porque me persiguieran con una culebra! ¡Me moría de la vergüenza!

No, no pienses “¿para qué se anotaba en el evento si no iba a participar?”. No me anotaba. Los maestros nos anotaban, nos gustara o no.

A lo mejor de ahí salió mi aversión al ejercicio. ¡Chica!, a nadie le gustan las cosas que son impuestas y si tenemos la posibilidad de escabullirnos… bueno, eso era lo que hacía. Pienso que también tiene que ver con que en aquel tiempo (obviemos el asunto de la edad), no se le daba la importancia que se le da ahora al ejercicio.

Recuerdo que en la escuela elemental la “hora de educación física” era sinónimo de hora libre porque el maestro apenas nos reunía. No recuerdo ni su cara. En la intermedia, la experiencia fue un poco mejor, pero supongo que el maestro descubrió mi poca aptitud para los deportes (que probablemente se debía a que no había tenido una buena base en la elemental) porque en los juegos de volibol jamás pisé la cancha. En la superior… yo creo que en la superior no dan educación física.

Mi reconciliación definitiva con el ejercicio llegó después del cáncer. Aferrada más que nunca a la vida, todavía tenía miedo de subir de peso y el riesgo cardiovascular me preocupaba mucho. ¿Recuerdas que dicen que del odio al amor no hay más que un paso? Cierto. Me pasó con el ejercicio. De odiarlo con mis entrañas, ahora me en-can-ta.

Esta es mi historia de amor con el ejercicio post cáncer. Te cuento.

Vivía en un condominio de 23 pisos. Decidí empezar mi romance (todavía no era romance, era más bien una aventura) subiendo los 23 pisos por las escaleras. Claro está, la primera vez creí que infartaría. Cada dos pisos, tenía que detenerme casi cinco minutos a coger aire. Sentía que el corazón se me iba a salir del pecho y la cara rooooja.

Seis meses después, esta era la rutina: subía las escaleras corriendo (¡en 3.5 minutos!); cuando bajaba, hacía un set de sentadillas cada cinco pisos, salía del condominio (corriendo) y le daba tres vueltas a la manzana (tenía subida). Regresaba al condominio, otra vez subía las escaleras, otra vez las sentadillas al bajar y cuando llegaba al apartamento hacía abdominales. Me bañaba, me vestía y me iba a trabajar.

Eso era cuatro veces a la semana. Sí, humildemente tengo que decir que mis muslos y piernas eran un show y a nivel emocional me sentía maravillosamente bien.

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Luego me mudé para un pueblo más apartado de mi trabajo y el tiempo que dedicaba al ejercicio se lo dedicaba al tapón de la mañana y también al de la tarde. Pasé casi un año sin ejercitarme. ¡No tenía tiempo!, y el número de la báscula seguía subiendo, aunque estaba comiendo lo mismo y yo comía bien desde los 30 (¿recuerdas?, tuve que hacer ajustes).

No refrescos, mucha agua, ensalada y frutas, poco arroz. Cuando llegué a las infames 162 libras (perdón a las que tengan eso y más), ¡pero eso no es bueno!, decidí que era tiempo ¡de sacar tiempo!

Volví a la pista, a la misma a donde había ido cuando estaba desempleada y otra vez, empecé desde cero. Te aseguro que con mucho esfuerzo y pocas ganas me levantaba a las 4:30 de la madrugada, ¡pero pesaba 162 libras!

Al principio, caminaba todo el tiempo. Como la pista tiene forma más o menos cuadrada, usé eso como referencia para eventualmente caminar un lado, trotar el otro, caminar y trotar. Después caminaba dos lados y corría dos hasta que corrí la pista entera. Cuando llegué a correr tres millas, sin caminar, la pista se hizo chiquita. Me aburría dando tantas vueltas. ¡Llegó el momento de coger calle!

Cada vez aumentaba más la distancia, cambiaba las rutas, algunas eran más fáciles que otras, mejoré mi tiempo por milla (poco más de cinco minutos por milla), y llegué a correr hasta 10 millas. ¡Un éxito para alguien que odiaba el ejercicio! La aventura se había convertido en ¡pasión! Sin embargo, todavía me quedaba corta en una cosa: no estaba haciendo ejercicios de resistencia. Eso lo resolví otra vez muy incómoda, saliendo de mi zona cómoda, yendo al gimnasio.

Aparte de todas las ganancias físicas y emocionales, tuve otra mejor que no estaba en mis planes, pero fue el empujón que me faltaba para ir al gimnasio. Al verme entrenando, ver mi mejoría y escuchar mis cuentos, mis hijos se motivaron y empezaron a ejercitarse también. ¡Por eso es tan importante el modelaje que les damos!

Entonces, fue mi hijo menor el que me ayudó a romper el hielo con el gimnasio, que para mí todavía era intimidante. Sigo levantándome a las 4:30 a.m., lo busco a su hospedaje, entrenamos en el gym, lo dejo en el tren urbano para que llegue a la universidad y yo lo sigo para mi trabajo.  Y si un día él no puede acompañarme ¡voy sola!, y no me pasa nada, no me come el cuco ni nada de eso.

Me gustaba mucho correr; me relajaba y me distraía. Si estaba muy tensa, decía que iba a dejar un poco de estrés en la calle y me iba. Llegaba nueva. Realmente fue una experiencia maravillosa y lamento no haber descubierto esa pasión antes.

Como muchos, no puedo decir a ciencia cierta por qué le tenía aversión al ejercicio, pero no niego que estaba ahí. Ya no corro. Ahora hago mi ejercicio cardiovascular en la elíptica, que no me parece tan divertida como correr, pero evita el impacto en las rodillas ¡y quemo más calorías!

Toda esta historia no es solo para decirte que amo hacer ejercicio, que me encanta, me lo disfruto y me despejo. Me desnudo ante ti para que sepas que se puede.

¿Que no te gusta? Lo entiendo, a mí tampoco me gustaba, pero si te fijas, nunca empecé pretendiendo mucho, siempre fui poco a poco; todavía voy poco a poco. ¿Que es difícil? Sí, hay madrugadas que preferiría quedarme durmiendo, pero luego recuerdo lo bien que me siento siempre que salgo del gimnasio, y me desperezo y me voy.

El modelaje a mis hijos, lo bien que me siento, las 25 libras que me quité de encima, ¡me encantan mis piernas y mis brazos! Mi abdomen está mejorando, pero después de tres partos no me puedo quejar. Mis hijos están orgullosos de mí y estoy yo contenta porque ellos encontraron un nuevo pasatiempo que les dará mucha salud, ánimo y satisfacciones.

Todo ha sido ganancia. ¡Anímate!

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